Pequeños relatos de Tolox, por Juan Guerra Montes
Del libro inédito “La memoria de las almas”
Situada en el centro del pueblo y muy cerca de la iglesia, hubo casa con ventana enrejada, un ventanuco en la primera planta y una gran puerta de madera que cabalgaba sobre un escalón de piedra pulida por el paso de sus habitantes –animales y personas–, aquella casa llegó a cobijar una familia de hasta 11 miembros, el matrimonio de José y Ana, sus ocho hijos y la enjuta tía María.
Era una familia de campesinos a la que le tocó vivir una guerra civil de tres años –que se hicieron eternos– y dejaron muchas historias que entraron y salieron por los poros de sus ventanas y la puerta a la calle.
Ahora esas historias se convierte en memoria, aunque de hecho toda historia es memoria escrita u oral, cuando no se nos oculta o se modela según los intereses de los vencedores de una guerra.
En estos relatos no hay vencedores ni vencidos, sólo gente que sufrió –no sólo durante tres años–, el dolor alcanzó, junto con el hambre, la represión –producto de venganzas– y la miseria, hasta muchas décadas después.
Fuensanta
Algunas semanas después del incidente de Frasquito (historia que ya vimos hace algunas semanas), los “que tenían que llegar” llegaron. El ejército franquista tomó el pueblo, formaban parte de el las llamadas “tropas moras”, voluntarios marroquíes que lucharon en el ejército de Franco.
Aquellos rifeños eran tipo rudos, apenas hablaban español, vestían levitas y llevaban turbantes exageradamente grandes, para los niños del pueblo no eran precisamente un atractivo, más bien al contrario les provocaban mucho miedo aquellas personas de raza y con vestimentas que no habían visto nunca.
En la casa de José, una de sus hijas se encontraba una mañana en el primer piso de la casa, sentada en una silla y comiendo almendras que partía con una piedra sobre el poyete del ventanuco.
La entretenida Fuensanta veía pasar bajo la ventana a los grupos de militares y exóticos moros, mientras daba cuenta de una buena cantidad de almendras. Las cáscaras de los frutos los fue acumulando sobre el poyete hasta que el montón, ya respetable, llegó a ser suficiente como para arrojarlas a la basura.
Pero la basura quedaba lejos, tenía que bajar la escalera, atravesar el salón y llegar al patio, largo trayecto. Lo que cualquier niño habría hecho lo hizo Fuensanta, ….. ¡las cáscaras a la calle desde la ventana y todas a la vez!
Comienzo de la “tragedia”
En su descenso a la calle las cáscaras fueron interceptadas por la cabeza de un moro y casi llenan el hueco del turbante. El militar norteafricano se tomó aquello como una agresión, ni siquiera llegó a pensar que el agresor era una niña sin malicia.
Localizó el ventanuco desde donde le llegó “el bombardeo”, y a patadas abrió la puerta de la casa.
José y Ana salieron completamente asustados, intentando comprender que ocurría. La escena es para imaginar, el moro gritando y balbuceando en español, intentando hacerse entender más por gestos que por palabras y al matrimonio absolutamente perplejo con la situación.
A los pocos minutos pudieron comprender lo que había pasado, subieron con el moro al primer piso, pero allí ya no había nadie, sólo la piedra y restos de las cáscaras de almendras.
Buscaron por toda la habitación hasta que, debajo de una cama, apareció Fuensanta. Absolutamente presa del pánico no dejaba de llorar, por fin el militar comprendió lo que había pasado.
Costó más tranquilizar a la niña que contentar al moro, que fue agasajado por el matrimonio y al rato abandonó la casa con una sonrisa y enseñando su incompleta dentadura, que por años la niña llevó grabada como la imagen final de una historia de terror.
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