¡He vuelto a la plaza! Después de un tiempo largo de ausencia he querido sentir de nuevo su abrazo invisible y fundirme con su presencia callada. Reencontrarme a esa distancia tan cercana en la que mis ojos no saben mentir. Porque da igual las veces que la mire, lo guardada que la tenga en la memoria… Siempre que vuelvo a posar los ojos en ella, el tiempo y el corazón parecen detenerse.
Sigue igual de acogedora como siempre, diáfana, risueña, sola en su calma, como nunca. Algunos niños siguen llamando la atención con sus juegos de siempre. La contemplo con esa mirada limpia de ayer, la misma con la que miran esos niños de hoy, sin contaminación, como si un paraíso perdido y sencillo se tratara.
Noto un poco de fresco en su sombra. Seguramente, los abuelos llegarán sólo cuando el sol caliente los bancos. Vendrán como siempre, con sus hombros encorvados, cargados con sus historias y sus soledades y se sentarán para calentar sus gastados huesos.
Curioso, recorro su entorno blanco; sus fachadas balconadas, casas encaladas de un ayer, sin rastro de su esplendor glorioso. Cerradas y vacías por dentro y por fuera muy solas. Resignado ahogo un profundo suspiro de tristeza sin querer.
Me distrae el trote lento y receloso de unos perros que la cruzan y me saluda alguien conocido que no logro reconocer. ¡La sufrida falta de costumbre! He recordado al señor, con su trato elocuente, que se sacaba unos duros de propina como aparcacoches.
Con el asombro aún reflejado en mi cara, giro a un lado y a otro la cabeza, contemplándola, con una sensación extraña, prestando atención a los sonidos de un pasado lejano, que de pronto me invaden y que vienen a saludarme y a reunirse conmigo en la plaza.
Como aquella fragancia cálida con la que nos saludaba, respirar el aire a tierra caliente que la envolvía en sus tardes de verano. A este espacio entrañable de mi infancia perdida y a ese ayer compartido vuelvo, oliendo a ropa de domingo, mordisqueando golosinas; a ese pequeño mundo de travesuras infantiles, compartiendo juegos que se fueron sin querer. Algo de lo que tuvimos entonces, irrecuperable, que quedó atrás.
Un grupo de adolescentes cruzan la plaza con su típico andar lánguido, en silencio, mirando absorto sus móviles. Unos llevan pendientes, otros vaqueros con roturas y me hace recordar cuando fuimos como ellos, pasando con el material del instituto en brazo, las mejillas heladas por el frío viento de la sierra y la algarabía que se formaba cuando nos sorprendía las ráfagas de aire, levantando faldas de algunas compañeras. Reíamos entonces por tanto apuro incontrolado…
Eran tardes solitarias, de un otoño gris, días cortos y de cielo encapotado de regreso a casa. De suelos mojados y de inocente alegría bajo la mirada indiferente y callada de la farola. De pasos invisibles y olvidados que el viento se llevó volando, borrando así nuestras huellas y el sonido de aquellas risas de agua.
Rutinas de aquellos días llenos de sensaciones revestidas de juventud y de aire fresco. Desenfadados pensamientos de unos muchachos de entonces. A ese mundo regreso, con los amigos reunidos en la plaza, de charlas bullangueras, compartiendo cigarrillos e inquietudes, sin contar las horas que se iban inconscientemente y con ellas, nosotros.
Sonrío al recordar los torpes y atrevidos paseos detrás de las muchachas. Aquellos intentos de acercamiento ante un grupo de chicas del brazo cogidas, acicaladas de primavera, que se protegían las unas a las otras, del descarado atrevimiento, procurando no abandonar nunca el decoro. En ella prendió la llama de la amistad compartida y fue testigo también, de tantos lazos de felicidad, tan frágiles, desatados.
Era el punto de encuentro, como si fuera un mundo distinto donde aparcar las preocupaciones por un rato. Allí nos citaba la dicha y ella nos recibía luminosa; corrimos risueños bajo la lluvia repentina de primavera y fueron de repente besos mojados, bajo un firmamento sereno y claro cuando dejaba de llover. La plaza era nuestro refugio nocturno y complaciente. Madrugada de luces diluidas en el asfalto mojado, sobre baldosas pacientes.
La vivimos bulliciosa, a rebosar de gentes, paseando por un noviembre blanco que iban y venían para saludar y ser saludados; detener los pasos cada dos por tres, entre un baile de sonrisas curiosas, sorprendidas o disimuladas. Frenético ritmo de vivencias: el mismo aire, los mismos olores, las mismas estrellas, como siempre, bajo aquel aire que la envolvía. Sus bares abiertos donde corría el vino y las voces y las risas aumentaban de tono; encuentros de mayores y de jóvenes paseantes, radiantes, de sonrisas anchas como un mar, sin cicatrices todavía.
Que sola la encuentro ahora, despojada de esos locales, de sus gentes y de sus voces. Ya no hay lugares, ya no hay nada ni nadie como antes. Invisibles historias nuestras que nos parecen lejanas, atrapadas en ella para siempre, conservando muchas cosas que fueron nuestras; rostros con sus nombres, sin rastros, casi olvidados; aromas en blanco y negro, a limpieza y de buenas costumbres, donde la vida fue un día más clara.
Oigo ruido de calles, revuelo de coches que rompen de golpe su calma y mis añoranzas. Vuela en el aire la noticia de otro ataque terrorista. Roto el hechizo de mis recuerdos, de repente me doy cuenta de que todos aquellos días juntos en la plaza me han parecido lejanos. Aquel mundo de repente, quedaba ahora fuera, inaccesible, con todos los ocupantes de ayer en su interior, olvidados. El tiempo ha limpiado esos restos de vida, aireando la plaza haciendo que las gentes se desvanezcan en el aire, como si nunca hubiera pasado.
Levanto la vista a un despejado cielo para fijarme en seguida que estuve sólo con mis recuerdos. Nada he venido a reclamarla. Quizás, ya nada me pueda devolver. Ni tampoco quiera compartir conmigo el instante mágico de sentir aquel latir primero, cuando unos ojos se cruzaron y se miraron para siempre. Y se dieron la mano sin querer mirarse, en este lugar donde retumbaban los ecos de nuestros mayores, donde quedaron los recuerdos amontonados, de lo que fuimos y lo que queda o no de nosotros. De todos.
Le dedico un adiós callado. Ella respetará mi silencio y quizá nadie me pregunte cuando llore. Su recuerdo será mi consuelo, por haberla vivido, por llevarla conmigo.
El mundo ha cambiado y no terminamos de comprenderlo. Aquellas escenas y las personas, todo ha cambiado, se han fundido, transformándonos, todo, salvo nuestra querida y añorada plaza, cual viejo reloj, aún sigue ahí, marcando el paso del tiempo, sin cansancio que altere su humilde y hospitalaria calma.
Hola, la señora de la foto es mi abuela, Dolores Millán. Me ha gustado mucho verla. Gracias.
ResponderEliminarHola Miquelo, perdona que haya tardado más de un año en contestar, pero es que no me he dado cuenta de tu comentario. Gracias a ti.
EliminarSi tuvieses alguna imagen de tu abuela, o de Tolox, te animo a que me la envíes a esta dirección: plaratolox@gmail.com
También tengo un grupo de facebook llamado imágenes de Tolox. Si te interesa ver fotografías de Tolox, en algunas saldrá tu abuela, solicita entrar en el grupo.
Saludos.