Os ponemos este interesante escrito aparecido en la edición del periódico Sur digital el sábado 12 de marzo de 2016. Su redactora Ana García Puyol trabaja en Nueva York y es arquitecta experta en diseño computacional y descendiente de Tolox.
De pequeña pasaba el mes de agosto en una casa en Tolox, un pueblo del interior de la provincia de Málaga. Mi abuela paterna y su hermana eran dueñas de una finca en la Sierra de las Nieves con almendros, naranjos, olivos y cipreses. Mi padre, sus hermanos y sus primas llevaban a sus respectivas familias a pasar el mes de vacaciones juntos. La casa se abastecía de agua y electricidad gracias a dos motores alquilados: uno para extraer agua del pozo y otro para mantener encendido el frigorífico y algunas bombillas. Por la noche, era común que usáramos lámparas de gas y linternas y mirábamos al cielo observando las estrellas como no las he visto en ningún otro sitio.
Cuando pienso en los momentos más felices de mi vida, mi memoria me lleva a 'La Vegueta', que es como siempre hemos llamado a esta casa. La familia entera pasaba gran cantidad de tiempo junta, muchos ratos bañandonos en la alberca y charlando en el rancho. Los niños inventábamos un programa de noticias que interpretábamos para los mayores, escribíamos canciones, imaginábamos a 'El Rey León' en una de las rocas que encontrábamos por nuestras rutas de exploración campestre, construíamos cabañas y nos reíamos (y asustábamos) cuando el vecino aparecía con su rebaño de cabras. Los padres organizaban concursos de trivial con preguntas generadas por ellos mismos y que hacían referencia, con humor, a nuestra vida sin tecnología en la casa. Leíamos periódicos y libros al sol mientras disfrutábamos de un maravilloso tiempo de desconexión al aire libre.
Cuando pienso en los momentos más felices de mi vida, mi memoria me lleva a 'La Vegueta', que es como siempre hemos llamado a esta casa. La familia entera pasaba gran cantidad de tiempo junta, muchos ratos bañandonos en la alberca y charlando en el rancho. Los niños inventábamos un programa de noticias que interpretábamos para los mayores, escribíamos canciones, imaginábamos a 'El Rey León' en una de las rocas que encontrábamos por nuestras rutas de exploración campestre, construíamos cabañas y nos reíamos (y asustábamos) cuando el vecino aparecía con su rebaño de cabras. Los padres organizaban concursos de trivial con preguntas generadas por ellos mismos y que hacían referencia, con humor, a nuestra vida sin tecnología en la casa. Leíamos periódicos y libros al sol mientras disfrutábamos de un maravilloso tiempo de desconexión al aire libre.
Por entonces, la tecnología principal en las casas de la ciudad era la televisión. En 'La Vegueta' no disponíamos de ella y un año que la llevamos para ver los juegos olímpicos (aún no entiendo por qué), todos coincidimos en que había sido un error. Por las mañanas, los niños veíamos los dibujos animados y los padres, a mediodía, las noticias. Aunque el espíritu de campo se mantenía, la atención de todos pasaba a centrarse en la caja tonta durante esas horas.
La tecnología, en general, me fascina tanto como me aterra, redes sociales incluidas. Cuando vivíamos en Tolox, no nos hacía falta estar en constante contacto con el resto del mundo, ni compartir imágenes y 'estados' ('Comparto luego existo' es el nuevo dicho), ni era necesario buscar la respuesta perfecta en internet. Mis tíos y mis padres compartían sus historias, sus propias experiencias y era más que suficiente. Nos aburríamos y aprendíamos a imaginar, a crear mundos inexistentes. Ahora, en mi día a día, intento establecer una conversación profunda con alguien y el móvil se convierte en el constante interruptor: mensajes de amigos que están en otra ciudad, emails del trabajo o sobre promociones del evento que una no se puede perder, llamadas que no pueden esperar. O simplemente, una notificación de que a alguien le ha gustado la última actualización. Mientras tanto, en el mundo real, ambas partes, en algún momento de la no conversación, se sienten heridas por la falta de atención de la otra.
Como explica Sherry Turkle, la investigadora de MIT cuyos estudios se centran en la relación entre los humanos y la tecnología, la gente está tan acostumbrada a vivir en constante conexión a través de los móviles que estar solo parece ser un problema al que hay que poner solución. Sin saber estar en soledad, dejamos de prestar atención a lo que nosotros mismos necesitamos y somos incapaces de dar atención completa a los demás cuando estamos en su presencia. Por otra parte, nos sentimos absolutamente abrumados por la cantidad de información y de opciones que están disponibles y accesibles desde nuestro móvil. El psicólogo Barry Schwartz describe esta paradoja de la elección por la que cuantas más opciones tenemos entre las que elegir, más frustrados estamos pues no sabemos decantarnos por una u otra y, cuando lo hacemos, nos sentimos infelices pensando que otra opción habría sido mejor. Ahora aplíquese esto no solo a qué fiesta ir, sino a cuestiones vitales como la elección del trabajo y de la pareja. El resultado es la hiperconexión de la gente que busca la gratificación instantánea que producen las redes sociales, pero que se siente increíblemente sola porque, paradójicamente, no sabe estar sin la compañía de otros, algo indispensable para descubrir quiénes somos y qué queremos en la vida.
Para la próxima generación de nuestras familias no quiero que lo anterior se convierta en lo habitual. Me gustaría que sus miembros tuvieran con ellos mismos y con los demás la conexión que conseguimos en su día en nuestra familia, simplemente porque pasábamos tiempo jugando, debatiendo, colaborando de manera natural y en persona, y no con conversaciones a medias a través de una pantalla en la que mostramos la versión ideal de nuestras vidas. Con esto no pido que apaguemos los móviles y eliminemos nuestras cuentas digitales, sino que seamos más conscientes y críticos con lo que hacemos con nuestros teléfonos en nuestro tiempo libre y en presencia de otros.
En cualquier caso, he de admitir que para mí las redes sociales y las aplicaciones que me permiten comunicarme con mi familia y mis amigos son fundamentales ya que vivo muy lejos de ellos. Mi padre me sonríe de oreja a oreja cuando le llamo por videoconferencia desde Nueva York. Me cuenta entusiasmado cómo crecen los pimientos y las sandías que está plantando en 'La Vegueta', ahora que va cada semana a disfrutar del campo como cuando éramos niños. Algo más tranquila me quedo porque sé que, pase lo que pase, siempre nos quedará Tolox.
Os ponemos el enlace donde apareció este fantástico artículo:
http://www.diariosur.es/opinion/201603/12/siempre-quedara-tolox-20160312003452-v.html
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