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Noviembre blanco

El verano ha madurado bajo la luz mortecina de septiembre y se ha podrido. Los amantes ya se fueron con el brillo apagado en sus ojos de la fugaz pasión vivida. Septiembre rubio de racimos y de vendimias, de lagares y vino nuevo donde las cigarras morirán cantando lentamente.
En el horizonte, el sol de los primeros días de otoño comienza a declinar entre nubes añiles teñidas de un tenue color carmesí. Amarillean los olmos, las moreras y los granados se vuelven pardos y quedarán desnudos. El otoño llega callado y sombrío, con su explosión de colores y sabores dormidos, transitando susurrante entre octubre y noviembre hacia el despiadado frio de invierno que se precipita sobre el pueblo blanco como un amante loco, ansioso y desmedido.


Los días van perdiendo su calor y un color gris gobierna los cielos y el paisaje. Tiempo de silencios, de mudas y madrigueras bajo un cielo cada vez más pálido, las hojas se desploman sin peso, heridas, desmayadas, bordando un tapiz en el suelo de colores muertos.
Reina una calma densa que envuelve los campos y endurece la tierra sin surco y un sol atrapado entre brumas, quiere abrirse camino, sin conseguirlo.
Noviembre comienza evocando a los difuntos en su eterno letargo. Honrar a las almas difuntas que regresan del más allá. Días tristes de completo duelo recordándolos, como si la memoria o la acción de recordarlos pudieran devolverles la vida o sentir que no se han ido del todo. Y es también los días cuando muere la naturaleza.
Con los primeros frios, como aves migratorias, llegan las castañas dando cuenta que el invierno se acerca. En noviembre el aire huele a castañas asadas y a frio, inundando las calles blancas con aromas de boniato y cucuruchos tostados calientes en las manos. Y el mosto fermentará lento, en un silencio oscuro, entre olores avinagrados.

Noviembre gris y ausente

Noviembre huele a aceite de molino, a pan horneado en leña, a tierra húmeda que impregna la nariz de quien la trabaja y la mima, a moho y a hojas putrefactas en un ambiente marchito, lleno de ausencias y es esencia de un invierno anticipado. Tiempo de higueras maduras de sabia nueva que duerme. Un tiempo para acechar a los pájaros de coloridos plumajes– verderones, chamarines – que acuden a picotear la tierra removida, buscando lombrices y larvas que atrapar, apuntarlos con el gomero desde un ventanuco de la cámara y errar casi siempre el chinazo.
Tiempo de nubes hueras que se posan en el aire y desparraman el frio sobre el pueblo desprevenido, luego se las llevan vientos lánguidos y holgazanes dejando el cielo raso, traslúcido y el aire enfila de pronto y se vuelve más limpio y luego viento, un viento cruel y delicado como si estuviera hecho de cristal que baja de la sierra sin levantar el polvo de las calles. El invierno se prepara. Llegará cuando quiera el viento y persiga a sus habitantes por las calles y arañe sus rostros con uñas de cristal o cuando termine noviembre bendecido por San Andrés.

Rumor de invierno en noviembre

Dulce olor a madreselva silvestre que trae la ventisca desbocada mezclado con el aire fresco, antesala de la lluvia que se aproxima. Un gato gordo de lomo atigrado, desde la ventana olisquea el aire, intuye que el frio está al llegar. Hilos de humo suben lentamente que se disuelven en un cielo ceniciento de una tarde quieta de otoño moldeable, donde tiritan suspendidos en el aire aromas de los hogares mientras solitarios braseros de picón arden en las calles donde habitan los fríos.

Noviembre en un rincón blanco

La luz tenue de un invierno inmediato apenas alumbra la estancia en tonos grises y apagados. Casas blancas, ordenadas a falta de flores, donde se esconde el tiempo en cada habitación con matices violáceos que suelen ser el disfraz de la melancolía, que mira fría a través de unos cristales mojados reflejando la imagen que detuvo el tiempo, esperando un sueño no realizado.
El rescoldo de las brasas en la chimenea apenas ilumina de un pálido tono rojizo la cocina y la ambarina luz del candil, perfila sobre la pared, la figura materna trajinando la cena.
Noviembre se llena de suspiros y de añoranzas perdidas para siempre, que nos arañan el pecho, que arden lentas en la chimenea danzando con sus llamas con poder hipnótico, evocador y ausente. Tiernos días en noviembre y luz primera que vieron mis ojos y fueron días tristes de mis jóvenes despedidas. Tiempo guardado de cuentos, de silencios rotos, de pájaros sin ruidos, apagadas las voces en las calles. Tiempo de dudas escondidas tras las ventanas, avivando a la sospecha para que aceche al rumor, que por la calle transita.


Cae una lluvia fina y pertinaz que griseaba el cielo sobre el pueblo blanco que inundaba de duelo los rostros alicaídos de sus gentes. Era domingo y era gélida la tarde y era triste el repique de campanas de un espigado campanario, tocando a muerte de la defunción. El silencio podía cortarse en la plaza atestada que la cubría como un manto inmenso y negro, bajo la lluvia que lloraba en el sepelio. El agua chorreaba con sonidos sordos en los paraguas de tela negra que se calaban como vasos rotos. Lluvia solemne en los entierros, solemnes hasta en el cansancio.
Días lluviosos en noviembre, de cortinas de agua sobre los tejados rayando los ventanales. Primeras lluvias de otoño que hace canales y hace correr ríos por las calles. Última lluvia de la tarde que cae fina al salir del colegio, bailando en los charcos, inocente lluvia que resbala por la cara y golpeaba los impermeables negros. Fue lluvia de amores y encuentros, de mojados besos ardiendo a fuego lento; lluvia de adioses amargos, llorando en los corazones rotos.

Noviembre cuando era nuestro

La lluvia empuja al día a una depresión somnolienta y taciturna que convierte a la mañana en noche temprana. Días gandules y encapotados. Libros abiertos que se leen tras las ventanas sin flores, con su tecleo monótono de lluvia sobre el cristal donde pequeñas gotas de agua forma delgados filamentos que se deslizan ondulantes y dibujan en ellos un sinfín de inciertos caminos tan cambiantes y nudosos como la vida misma.
Anochecidos días desapacibles en penumbra donde el alma se adormece, los cuerpos encogidos por el mal tiempo de perros, humedades en los huesos, dejando recuerdos aplazados que el tiempo y la lluvia no lograrán borrar. 
Hombres ociosos fumando bajo portales. Observan con semblante turbio la lluvia bajo las canales. El golpe sordo de la maza sobre el esparto terco y duro sobre el escalón de la puerta cerrada a un día cerrado de lluvia tirana, resignado el corazón que arde contra natura. 


Hombres ante la adversidad de la lluvia de noviembre. Ocupaban el tiempo gris cosiendo los dediles de cuero con la lezna, trenzaban ristras de ajos, moldeaban ramas largas y solidas para varear la aceituna, hacían pleita y cuerdas de esparto para con ellas, espuertas y alpargatas y serones. Y daban los hombres mayores consejos de quién había aprendido de la vida, cosas que no estaban en los libros, que tenían para los más jóvenes el poder de un mandato no impuesto y obtenían el respeto y la obediencia de una ley no escrita, la ley de la sabiduría que sólo da el paso de los años. Y pasaba lenta la mañana mientras se tomaban una copa de aguardiente o liaba un cigarrillo con tabaco de picadura de sus petacas, después lo prendían con el yesquero y lo fumaban sin prisa, hasta quedar pegado en sus labios, absortos, contemplando sereno la lluvia desde su puerta. Y el deslizante sonido de fondo, confundido y monótono, del asperón contra la navaja.

¿De que noviembre?

La tierra está yerma en noviembre, se prepara para ser fecundada por la semilla, que volverá a renacer, como continuidad de la vida.

¿En que tierra se quedó noviembre dormido?

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