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¡Nacimos en 1956, una generación inolvidable!

Aquel no fue un año cualquiera. Estaba marcado en el calendario para que sucediera algo extraordinario. Dicen que fue un año de fríos extremos y se hablaba de la nueva glaciación del 1956. Fuera como fuese, fue el año elegido para que todos y cada uno de aquellos niños y niñas coincidiéramos en venir a este mundo y formar aquella espléndida generación, numerosa e irrepetible. 
No sabremos con exactitud si se alinearon los planetas o fue un acuerdo tácito entre el frío y nuestros progenitores para que ese año fuera el que registrase el mayor índice de nacimientos que nuestra villa blanca recuerde, como aportación a un censo de población exigua. Año de ideas y de inventos nuevos que brillaron como luces de cambios en aquella España sombría y de claroscuros en mitad de la nada.
Y comenzamos a asomar la cabeza en este mundo. Algunos lo hicieron en medio del frío, y a pecho descubierto entre llantos y rezos; otros con los vientos cálidos de la primavera, entre silencios y cansancio; fueron unos cuantos los que se atrevieron a venir bajo el tórrido sol del verano, colorados como tomates y en el último tercio del año como frutas maduras en un otoño gris, fuimos cayendo el resto.
Todos envueltos en sangre y en esperanzas. Sin abrir los ojos nos aferramos a la vida y a los pechos generosos de nuestras madres con insaciables bocas hambrientas, nos acostumbramos a su incomparable olor y a reconocer el sonido de su voz inconfundible. 
Desde entonces nos acompaña el peligro. Porque fuimos frágiles y la vida era un frágil equilibrio que se rompía con facilidad y el miedo a caer enfermos era la mayor preocupación de una madre ante nuestras frágiles vidas. Primeros años en medio de tanta escasez frente a tanto virus incontrolado. Paños frio para combatir la fiebre, vapores de eucalipto para los resfriados. Resistimos y luchamos contra ellos y salimos adelante, famélicos, a base de tanto caldo de gallina y entre papillas de sabor extraño. Y crecimos sin antojos, entre onzas de chocolate y pan con aceite, entre nanas “duérmete niño que viene el hombre del saco” y para combatir a los ácaros, rapados de cabeza. Higiene la justa, aguamanil con una jofaina siempre vacía. No había agua corriente lo que hacía innecesario preguntar por la ducha y mucho menos por el retrete.
Compartimos calles y recuerdos endulzados de la infancia; niños con anginas abandonados a la escasez de juegos donde los héroes no existían y los de nuestra niñez menos que ninguno. No había costumbre que alguien nos susurrara aquello de “erase una vez….” Lo que imperaba era un pertinaz rechazo a la fantasía. Éramos compañeros de la pelea y el repuchar, la porfía en nuestros rostros sucios desnutridos, de mirada huidiza donde la mentira era la excusa y el atajo necesario para ir tirando.
Nos enseñaron de pequeño a no llorar, a negar el miedo y al dolor de rodilla, porque bastaba unas palabras de consuelo para llevarse ese dolor metálico a otra parte cuando nos hacíamos raspones en ellas.
¿Niño… y tú de quién eres tan sacuío? ¿Y cómo te llamas? Y decíamos de carrerilla: “Fulanito…. para servir a Dios y a usted”, educados en la obediencia debida para evitar a los guardianes de la moral. Porque fuimos educados en el temor del pecado y en el ojo de Dios que todo lo veía. Niños con alma limpia y corazones sin frenos, sometidos a la rancia educación del respeto severo. Comer, callar, vestirse y ocuparse del ahora sin mañana. Aprendimos el catecismo espartano y de memoria los pecados capitales y a besar el pan si al suelo se caía. Gestos de una educación modesta y antigua, aprendida con modales de otro tiempo y de otra tierra.
Fuimos niños y niñas en pupitres viejos, de baberos rotos o manchados; de pizarra y pizarrín, cantores de la tabla de multiplicar y primos de unos números que se dividían entre ellos. Alumnos de escuelas del castigo físico, de recreos tristes bajo un sol sin bocadillos, de carreras y caídas y leche en polvo para consuelo de los estómagos vacíos.
Y nos despedimos de ella en mitad de la niñez, sin tener la edad, ni la autorización y sin haber aprendido lo suficiente. Pequeños fragmentos de aquellos tiempos en los que vestíamos calzones cortos con un corte en semicírculo para cuando teníamos que hacer de vientre o de agua menores; con las manos en los bolsillos en unos pantalones prestados, ropa heredada de hermanos mayores, de colores grises o azul marino porque el rojo estaba mal visto en aquellas etapas y donde no todo estaba permitido.
Pero nos reíamos a escondidas de ese mundo antes que el mundo pudiera reírse de nosotros, en esas edades en las que hacíamos preguntas al mundo mientras íbamos consumiendo la vida sin saber con qué fin.
Vinieron días sencillos y eran blancas y limpias las horas de verano en nuestro inmenso domingo adolescente, donde todo era continuidad y el mismo instante repetido, con la confianza que daba ser joven, con vocación pero sin oficio, viendo la vida como un camino recto a la espera de ser recorrido y nuestro futuro eran páginas en blanco aún por escribir como una promesa abierta a todas las posibilidades y sueños por realizar. 
Y llegó el tiempo soleado de la juventud con ese amor limpio que todo lo abarca, ruido de corazones con ese golpeteo de tambores brincando en nuestro pecho. Juventudes con su encanto temerario de brillo intenso en los ojos y en su arrogancia, porque fuimos atrevidos al fijarnos en las mujeres hermosas, como hermosa eran las cosas prohibidas, descubrir que con el primer beso entrábamos en el mundo de los adultos del mismo modo que se venera un sueño. Y porque la vida lo exigía.
Etapas de noviazgos, de entrelazadas las manos por las calles oscuras; casarse, bautizos, formar una familia donde conviva el amor y la intransigencia, cumplir con los ritos de la cultura creyente, formando parte de algo que va más allá de las creencias y que nos dejábamos empujar por las costumbres.
No podíamos elegir el papel que debíamos interpretar en la vida pero sí podíamos elegir hacerlo bien. Aunque la voluntad de emprender no siempre basta para torcer el destino, pues cada uno deambulamos por los caminos que nos había escrito el destino, que efectúa sus dictados sin tener en consideración los sentimientos, ni los anhelos de los débiles.
Y la vida siguió su curso y vinieron tiempos de cambio y nosotros fuimos cambiando con el paso del tiempo en lugares distintos pero siempre volvíamos algún tiempo a recorrer las calles de nuestra infancia. Reencuentros en las verbenas y fiestas de verano de noches calientes.
Recuerdos, desde una distancia inalcanzable, que se mueven hoy como las imágenes de un viejo proyector por los polvorientos rincones de un ayer compartido, que muestran un camino largo, que empezó hace mucho y que ha ido dejando la huella de muchas pérdidas, retales de una vida consumida que el tiempo almacena en algún sitio equivocado. Ese pasado que cuanto más se aleja de nuestro presente más cuento parece, y la vida es sólo un cuento que se vive y donde no cabe finales diferentes.
No es fácil envejecer, sentir que la importancia de uno se diluye. Sentimos hoy en lo más vivo, el abismo del tiempo y sentirnos pequeños comparado con aquello que fuimos, tan confiados, tan enteros por la vida.
Ya no llueve sobre la acera de nuestra infancia. Han pasado muchos años, demasiados pocos para acostumbrarnos a vivir de otra manera. Lo desapercibido que podemos llegar a ser cuando la vejez nos va vistiendo por fuera, con esos rostros arados por el paso del tiempo y desprovistos de la luz que tuvieron antaño, cada vez necesitando menos cosas cuando nos acercamos a ella. Todo nos sobrará, excepto el cariño.
Quiero en estas páginas homenajear y felicitar a todos aquellos niños y niñas con rostros y nombres de ayer, que tuvimos la oportunidad de venir a este mundo en aquel año mágico, a pesar del frío, cuando ya hemos llegado al umbral de los sesenta dejando atrás la frontera difusa de un pasado entre el sueño y este despertar presente.
Entera gratitud por compartir aquel sol brillante de nuestra infancia, los escasos juegos y la rutina de los besos escasos y los castigos inmerecidos. Un abrazo silencioso por reunirnos en el tiempo y en el espacio, por recorrer las calles de nuestro pueblo blanco embellecido. Por esos ratos alegres de nuestra adolescencia camino de la juventud llena de encuentros despreocupados: las primeras canciones, los primeros bailes, los cigarrillos primeros, aquél futuro bajo el brazo y la aventura de los primeros besos. A ese pasado lleno de errores y de culpas, de días de amistad y sonrisa franca, también de llantos sin consuelo al dolor sobrevenido ante la pérdida. Gracias sincera por compartir aquel mundo sin peso, aquella vida de aire que se acabó cuando se fue de improviso, sin ninguna advertencia, sin ningún saludo. 
Con la perspectiva que proporciona el tiempo, ahora nos damos cuenta que mereció la pena venir y vivir la aventura de nuestra historia.
Las calles de esa vida no tienen esquinas para regresar a ningún tiempo pasado. Dejemos que sea ella la que nos siga encontrando, enteros, distintos siendo los mismos, algo rotos, con más cicatrices y con menos tiempo. Sobrarán las palabras si la mirada es sincera y hablarán, inmunes al paso del tiempo, nuestros ojos callados. 

¡Nunca seremos tan jóvenes como hoy y la vida se conquista día a día!

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